Estoy embarazada de unas pocas semanas de vos, Tona. Voy a la obra social a gestionar el plan maternal y me atiende una empleada hermosa. Morocha, alta, pecosa; la nariz repingada, el traje negro escote en V. Espero que me pregunte de cuánto estoy, cómo me siento y si tengo nombre para el bebé. Pero no sólo no lo hace, sino que apenas me mira. Las embarazadas descontamos que vamos a recibir atención y cuando eso no ocurre lo tomamos como una afrenta. Luego de unos minutos la empleada me dice que en unos días empezará a regir la cobertura al 100% de la obra social. Se despide sin mirarme y sigue con lo suyo en la pantalla. La falta de amabilidad es una prerrogativa que creen tener las personas lindas, pienso. La imagino comiendo sushi un martes; toda ligera, ella y sus palos chinos, sin preocuparse por agarrar mal el roll y salpicar de salsa de soja todo el mantel. Me voy.
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Pasan tres años, nacés vos, María, y vuelvo a ver a la empleada de la obra social; esta vez caminando por la calle. También es madre: empuja un cochecito. Da pasos largos; claro, es alta. Lleva una camisa escocesa y un jean. Estoy segura que tiene olor a vómito de bebé en el hombro. Es la una de la tarde de un día de semana. Ya no trabaja.
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La empiezo a cruzar más seguido, deduzco que se mudó cerca de casa. La veo salir del kiosco, de la verdulería, de la farmacia, siempre empujando un cochecito. Ella nunca me ve. Ya tiene dos hijos. El que iba acostado ahora camina y fue reemplazado por otro más. Ella lleva el pelo atado con raya al medio, una cola baja y mechones a los costados: el peinado por excelencia de la madre full time. Lleva algunos kilos más. Va con calzas y zapatillas. No son calzas para hacer deporte, son calzas para estar cómoda.
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Pasan un par de años, ya son siete desde el día en que tramité aquel plan maternal en la obra social. Es domingo a la mañana y estoy en la fila del supermercado. Ustedes dos no están conmigo. Qué suerte, porque la ex empleada de la obra social está en la fila de al lado, a punto de pagar, y le puedo dedicar toda mi atención sin que ustedes me molesten. Una vez más, ella no se da cuenta. Tiene la piel de la cara opaca y cuando mira para abajo se le pliega la mejilla en la zona del mentón. Lo único que tiene igual a aquel día es la nariz repingada. Le toca el turno de pagar y saluda a la cajera.
—Hola —le dice—, ¿cómo estás?
El tono es familiar, se ve que la conoce. La conversación no va más allá, pero a mí me impacta, porque descubro que el espejo en el que me estuve mirando todos estos años se transformó en el de alguien amable.
Un espejo no siempre refleja. A veces sólo interpela, pide explicaciones, incluso por contraste. De hecho yo trabajo y no soy alta, pecosa ni bella como la ex empleada de la obra social. Pero por algún motivo cada vez que la veo dejo lo que estoy haciendo y la observo. Llevo siete años haciéndolo. Vi su transformación de asquerosa a amable, de ejecutiva de traje a madre despeinada, de sushi a papilla de bebé. Quizá sea ése el espejo que demanda mi atención: el del tiempo. Más que el del físico y la cara, el del trabajo o la maternidad. El del tiempo de ella reflejado en el mío, con cronómetros parecidos, sólo ocurriendo.
y de atrás, cómo venía ?
Briks: mi lesbiana interior no llegó a mirar tanto.
Por fin volví a leerte Lelé. Seguramente sos mucho más bella e interesante que esta empleada devenida en madre. Amo tus relatos.
Gracias Ceci, sos más buena, vos.