Día de apendicitis

08:00
Me levanto y siento un retortijón en la panza.
Camino a la cocina encorvada.
—Me está por venir —pienso.

12:00
—¡Apúrense que cierran el colegio! —grito a María y a Antonia.
Pruebo un raviol de verdura. Un asco.
Apoyo los brazos y la cabeza sobre la mesa, mientras las nenas terminan de comer.
—Hipocondríaca —me digo.

13:15
Hago cola en Informes del Banco Galicia de Chiclana y Las Heras en Bahía Blanca.
Me sofoco, tengo toda la espalda mojada.
—¿Y si estoy embarazada? —pienso.
Me toca el turno.
—Hola —dice la empleada.
—Sí. Qué tal. Se me bloqueó la tarjeta. Hice lío con la clave alfabética y, ay, no, pará…
—Vení, sentate, ¿querés un vaso de agua?
—Uy.
Me siento en una oficina del banco. Me ofrecen un caramelo de miel, un vaso de agua.
Llamo a Esteban y llega en 5 minutos, trabaja ahí nomás.
Salimos y caminamos a buscar el auto, que está a 6 cuadras.
Al llegar a Chiclana y O’Higgins, otra vez.
—Uy.
Me siento en el piso en la entrada de un kiosco y bajo la cabeza. Tomo una Schweppes Tónica.
Pasan autos, colectivos, personas; el día, pasa.

14:30
Dejo a Esteban en su oficina y manejo de vuelta a casa.
Lo que siento en la panza se parece a contracción de parto.
Llamo al número de urgencias de la obra social.
Me dicen que vienen en un rato y que la visita cuesta $100.
No tengo $100.
Por eso fui al banco.
Llamo a mi cuñada, que vive al lado, y le pido plata.
Toca la puerta Benjamín, su hijo, mi sobrino de 9 años.
—Me dijeron que traiga esto —dice, y me da $100 en 10 billetes arrugados: son sus ahorros.
Toca timbre un médico. Lo hago pasar.
En la puerta de mi casa queda estacionada una ambulancia.
Llamo a mi ex cuñada para que vaya a buscar a María a jardín.
El médico me revisa.
—Vamos al hospital —dice.
En tiempos de redes sociales, ir en la parte de atrás de una ambulancia provoca ganas de selfie. Me contengo.
—No seas pelotuda —pienso.

18:10
Espero resultados de sangre en la guardia del Hospital Matera de la Asociación de Empleados de Comercio.
Llegan Esteban y Antonia, que acaba de salir del colegio.
Cruzamos los tres al bar de enfrente para que ella tome la leche.
Antonia toma una Cindor. Yo apoyo la cabeza en la mesa y las piernas en una silla. No sé cómo ponerme.
—El médico cree que puede ser gas en los intestinos —digo.
—Más vale que todo esto no sea por un pedo —dice Esteban.
Nos reímos.

19:40
Los análisis dan mal y una chica me hace una ecografía.
—Bueno, ahora te voy a tocar en la zona del apéndice —dice. Y toca.
—¡¡¡¡Boluda!!!!
—Duele, ¿no?
—Sí, perdón. No te quise decir “boluda”.
—Gordita, tenés apendicitis.

20:20
Llega el cirujano de guardia. Alto, flaco, lentes modernos: Julio. Me explica que me tiene que operar y sale.
—Menos mal que estoy depilada —pienso.
Viene una enfermera y me empieza a poner una sonda.
—Estoy cagada de las patas —le digo.
—Quedate tranquila —dice ella—. Esto es lo peor. Después no te vas a dar cuenta de nada.
La enfermera busca venas en las partes de atrás de los codos, en los antebrazos, en las manos. No encuentra. Me pincha seis veces.
Cuando logra colocar una sonda me pide que me siente en una silla de ruedas y que mantenga en alto una bolsa con suero.
Antonia, que todavía está en el hospital, me habla a través de la pared de la habitación de al lado:
—Mami. Mami. ¡Mami! —dice.
—Sshh, Tona. Estás en un hospital. Calladita, ¿si?
—Mami. Mami.
—Sssshhh, ¡Tona! Quedate tranquila.
—Mami.

21:00
Estoy desnuda con un ambo acostada en una camilla en un quirófano debajo de un artefacto redondo de iluminación que debe tener como 15 lámparas.
Me ponen unas plantillas de metal debajo de las pantorrillas.
Deben ser para el desfibrilador, pienso.
Para cuando me dé el paro.
—Padre nuestro que estás en los cielos. Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Danos hoy nuestro pan de cada día. Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, amén.
Pienso cosas: qué tal si hasta acá. Qué tal si listo. ¿Hice bien? Las nenas se van a quedar con Esteban. ¿Pero y si sufren? ¿Y si se olvidan de mí? ¿Me banco esto, yo?
—Dios te salve María. Llena eres de gracia. El señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

22:30
Tiemblo. De pies a cabeza: tiemblo. Me tapan con frazadas de cuadros. Una, dos frazadas. Me doy cuenta de que desperté de la anestesia y de que la operación no sólo empezó, sino que terminó.
Las enfermeras critican a un médico y a otra enfermera por una cirugía anterior en la que hubo problemas. Se echan culpas entre ellos.
Quiero hablar y en vez de voz, me sale una afonía.
—Tteennggoo ffrrííoo.

22:45
Me sacan del quirófano en camilla. A pocos metros en el pasillo están Julio, el cirujano que me operó; mi hermano Juani, que también es cirujano; y Esteban.
Me confirman el diagnóstico: apendicitis aguda flemonosa sin pus.
Julio y Juani se van. Me quedo con Esteban.
Averiguo lo más importante: las nenas están bien en casas de amigos y primos.
Nos esperan dos días de internación. Enseguida nos van a acompañar a una habitación. Esteban sigue parado al lado de la camilla. Yo todavía tiemblo.
—Me asusté —digo—. Te quiero.
Él me da un beso.

 

 

 

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