Paren, saquémonos una foto

Estoy lista para ir a una fiesta por el 20 aniversario de egresados del colegio La Inmaculada de Bahía Blanca. Estreno blusa. Mi  mamá dice por Whatsapp que quiere ver cómo me queda.

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Dejo a las nenas con Esteban y me voy en el auto de mi amiga embarazada. Conservo las amigas del primario y el secundario y ella hoy es la conductora responsable. Pasamos a buscar a tres más.  Ponemos música, nos reímos a carcajadas. “Paren”, dice una.

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Llegamos al salón. Pido un mojito. Hace seis meses que programamos esta fiesta. Nos damos abrazos y ubicamos arriba de un escenario.

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En las paredes se ven proyectadas imágenes nuestras de los 90: los pasillos del colegio, el viaje a Bariloche. Son fotos tomadas  con cámaras a rollo. Hoy usamos teléfonos para dar rienda suelta a una incontinencia digital. Todo lo que pasa esta noche va a Whatsapp o a Facebook en forma de selfie, aunque sobran las manos para sacar fotos de frente. Alguien dice: “Las selfies salen mejor”.

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Comemos.

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Bailamos. Primero canciones de los 90. Después de los 80 que ya cuando nosotros íbamos a los boliches eran viejas. Recordamos lo que recordábamos.

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Se constituye un trencito.

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No sé bailar. Miro a las que saben bailar. Qué lindas.

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Jugamos a ver quién recuerda más cosas del colegio con una aplicación creada especialmente para este momento. Hay tres equipos y cada uno responde con un teléfono: cómo se llamaban la que atendía el kiosco, el profesor de gimnasia y la de Francés. Gana el equipo que juega con un I-Phone 8. Su dueño trabaja en Telefé y los que perdemos decimos a los gritos que es por eso, que como gana plata en televisión su velocidad de carga de datos es más rápida.

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Las charlas sobre hijos, parejas, trabajos y aspectos físicos se dan afuera del salón, con un cigarrillo. Llevo como 4, y eso que no fumo. Somos unos 10 y estamos sentados en sillones blancos dentro de carpas que emulan a las de Medio Oriente, a pesar de que la de hoy es una noche helada de primavera avanzada en el sur de la Provincia de Buenos Aires.

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Hago preguntas cholulas al que trabaja en televisión.

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De vuelta en el salón, dos compañeros agarran un micrófono e improvisan un show de stand up donde uno de ellos explica por qué se depila los testículos.

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Dice mi compañero: “Yo tenía problemas en el colegio. Era chiquito y usaba aparatos y un flequillo. No tenía sexo salvo que fuera y lo pagara. Con los años empecé a ir al gimnasio y me saqué los aparatos y el flequillo y empecé a trabajar de noche en un bar. Entonces supe lo que era gustarle a alguien, que me miraran. Una noche conocí a una chica. No lo podía creer: me invitaba a un telo y encima se ofrecía a pagar. Cuestión que ahí estábamos, en el telo, en el medio de una felatio —por si alguien no habla italiano, traduzco: un pete—  cuando ella se detuvo para sacarse un pelo de la boca. Para mí fue devastador. Ella siguió como si nada, pero yo sentí que algo tenía que cambiar de ahí en adelante o iba a arruinar lo que tanto me había costado lograr. Así que desde ese momento siempre ando con las bolas depiladas”.

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Hablo con un compañero con el que nunca compartí nada. Ni en la época del colegio ni después. Tan divertido, resulta ser. Esto no es un reencuentro, pienso. Esto es conocer gente nueva. Yo soy nueva. Son 20 años.

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Mi amiga embarazada quiere ir a su casa y yo también. Son las cuatro, ya quiero volver. Termino mi cuarto mojito con dos de mis grandes amigas. A una se le caen las lágrimas del sueño, a la otra se le corrió el maquillaje negro de los ojos y cree que parece un mapache. Están preciosas. Les doy un beso y las abrazo. “Paren”, digo.