Una pareja de unos 70 está en la verdulería del supermercado del Shopping de la Cooperativa Obrera de Bahía Blanca mirando una lechuga hidropónica, una de esas lechugas orgánicas que vienen con un pañal de nylon en el tallo.
—Mirá qué linda —dice ella.
—Sí, pero sale 200 pesos el kilo.
—Bueno, pero es linda.
Estoy a un metro y los miro.
Los dos son de igual estatura, pero él parece más bajo. Ella lleva un saquito de hilo azul dignidad, o sea, limpio, bien calzado en sisa y hombros. Él va de pantalón y camisa y se parece al papá de Mafalda, pero con 40 años más.
Nos cruzamos en la fila para pesar la verdura.
—Pasá, pasá —me dice él.
—No, por favor, estaban ustedes —digo.
—Pasá nomás, que nosotros somos jubilados y no tenemos apuro; tiempo nos sobra.
—Bueno. Yo apuro tengo, pero tiempo debería tener también —digo, y ni sé qué quiero decir.
Miro lo que pusieron en el chango. Papas, acelga, manzanas. Todo en poca cantidad, para no más de dos. Pienso que quizá se conocieron de grandes, que son viudos, que no tienen hijos ni nietos en común y que en todo caso, si los tienen, no los reciben mucho de visita.
Me pongo delante de ellos en la fila y escucho que vuelven a hablar de la lechuga hidropónica. Me brota un micrófono en la espalda.
—Al final esos 200 pesos después se van en cualquier cosa —dice ella.
-—No, pero bueno, no, no. Es una lechuga.
Salgo de la verdulería y ellos también. Les sigo el tranco desde los lácteos.
Se detienen delante de las conservas en frascos. Sospecho que repiten el diálogo de la lechuga con un frasco de chucrut. Que qué lindo, que qué caro; que si al final la plata, que que no.
Una maravilla su presente, pienso. Son ellos y las conservas. Están acá. No como yo que miro el celular y me pongo esotérica para descubrir cuál es la caja más rápida y poder rajar. Viven el tedio en armonía. O quizá ni tedio tienen.
Por eso miro. Porque me transmiten belleza. Como el nene del jardín con los ojos para afuera, la ex empleada de OSDE o el albañil que tira un paso de baile en la obra.
Mirar salva. Suena a «llamen a la policía», pero mirar no hace mal a nadie y a mí me sirve para escribir, verme a mí misma en espejos y tranquilizarme. Puede que los papás de Mafalda trafiquen bebés chimpancés, pero en mi fantasía son algo lindo de ser.
Me encanto! Sobre todo el final. Y claro que si, el poder de observación y fantasía es infinito, es lindo mirar más allá de nuestro propio ombligo y ver que hay belleza en lo simple.
Gracias por tu comentario, pensamos igual.