Fotos: Esteban Nantes
Mi hija mayor me hace una trenza en un banco de la Basílica de Nuestra Señora de Luján. Llevamos un rato acá. Venimos de paso de nuestras vacaciones en Uruguay para hacer noche en un hotel antes de seguir en auto a casa a Bahía Blanca. Son las nueve de la noche de un sábado y hacen 30 grados. Mi familia y yo no tenemos otra cosa que hacer más que estar acá sentados y esperar a la primera de las dos novias que se casarán hoy.
—¿Vamos? —dice mi hija menor, María.
Queríamos conocer la basílica. A mi marido Esteban le gustan las gárgolas y el órgano. A mí me llaman la atención las alturas, las placas de familias ricas de principios de siglo XX y las arañas colgantes con racimos de hasta 16 lámparas —las conté, ruego a Dios que sean leds—.
Así que mientras esperamos a la novia, trenzas. Cerca nuestro un hombre despliega un carretel de alfombra en el ingreso principal. Transpira. No es el único. Lo mismo le pasa a los chicos de un coro que están en saco y corbata y ensayan el Ave María. Pienso que hasta mover las cuerdas vocales debe ser un esfuerzo físico. Igual no sé quién está peor: si ellos o yo con estas zapatillas John Foos tipo botita, que serán muy útiles para resistir la mediana edad, pero ahora me hacen latir los pies.
María se saca las ojotas, camina descalza y pasa por al lado de un banner que dice: «Ya se puede ver en vivo por streaming las 24 horas a la Virgen de Luján«.
Empiezan a llegar los invitados del primer casamiento y nosotros quedamos en el medio. Dos chicas con trenzas de peluquería y vestidos cortos con lentejuelas caminan de un lado a otro entre los bancos. Hasta que se sientan y miran para atrás. Entonces entra la novia.
Es menudita, morocha; de veinticortos, la novia. Camina del brazo de su papá con un vestido blanco corte evasé a un paso lento y parejo que me imagino ensayó en el comedor de una casa no muy lejos de acá. Busco ver la cara del novio. Todavía están lejos uno del otro. Se miran y sonríen, pero sin que se les vean los dientes, como los delfines. Cuando la novia pasa por el banco en donde estamos nosotros aprieto la cara y se me caen las lágrimas.
*
«Expónganse a chorros de emoción ajena».
Dice la mejor cronista en español, Leila Guerriero.
Hace tiempo que observo el ego. El de los otros, el propio. No sé si siempre fuimos así de narcisistas o las redes sociales nos potenciaron.
Cuando yo era chica al que hacía mucho autobombo —con gestos o acciones, todavía no intentábamos validar nuestras vidas compartiendo fotos— le decíamos «creído» o «canchero». Ahora no. Personas de cualquier edad llenamos nuestros WhatsApp, Facebook e Instagram con fotos en las que se ve cómo nuestra propia mano con un teléfono aparece reflejada en nuestros lentes de sol apuntándonos a nosotros mismos. ¡Y no nos da vergüenza!
Quizá esté bien, ojo, quién soy yo para juzgar el amor propio. De hecho, en la imagen destacada de este artículo aparezco yo y en mi nueva cuenta de Instagram, que por años me resistí a sacar, de las 8 fotos que hay, 6 son mías.
¿Dónde nos va a llevar todo este ego?
Ya casi termina el casamiento. Además de los invitados hay más turistas como nosotros que caminan por las naves de la basílica. Otros rezan. Diez bancos atrás un chico llora con una chica que le apoya la mano en el hombro.
Conozco bien el cristianismo —con toda su oscuridad, una parte de mí siempre está ahí— y creo que el vínculo con Dios, ese ALGO que podría llamarse de cualquier otra manera, en muchos casos se da a través del sufrimiento.
Están los símbolos. Los cristianos le rezamos a un hombre colgado con las manos agujereadas que chorrea sangre y que parece entender nuestro dolor.
Creo que existen otras formas de fe que proponen un vínculo menos dramático. ¿El budismo, quizá? Ahí también el símbolo es un hombre, pero no hay sangre, no hay sufrimiento; lo que hay es un señor calvo y bien alimentado que busca un estado de conciencia superior, un ALGO, con el rostro sereno y sentado como colicué.
—¿Vamos? —dice María.
«Tuve todo el dinero, el sexo y la adoración que alguna vez quise tener y creo que nada te hace más feliz que ser útil a los otros».
*
Releo y veo que esto empieza a oler a autoayuda. Una vez escribí sobre cuánto desprecio a la palabra «feliz». Bueno, por ahí me enredé. Quizá estoy buscando una gratificación al mero hecho de mirar a los otros. Como cuando hacemos una acción de beneficencia para sentirnos bien con nosotros. Porque ante todo bienaventurada yo, yo, yo, yo.
Salimos de la basílica. Afuera hay una plazoleta con vendedores ambulantes. Uno vende bidones con la imagen de Luján para llevar agua bendita a la casa. A pocos metros, un vehículo blanco con logo falso de Audi y partes acopladas de más vehículos —en adelante, «la limusina»— intenta estacionar. Adentro espera la segunda novia.
María quiere ir a comer a McDonald’s, a una sucursal con juegos que vimos hace un rato acá a media cuadra, pero yo no quiero.
—¡Por lo menos los juegos! —grita.
—No, no vamos a ir a comer esa porquería —digo—. Pero mirá qué lindo. Ahora va a salir otra novia.
—¡Por lo menos los juegos!
Baja la novia de la limusina. Alta, de hombros anchos, tiene la cara de alguien que esperó mucho tiempo ser atendida en una repartición pública sin aire acondicionado. Al caminar da la impresión que nunca se probó las plataformas que lleva. Se levanta el vestido blanco corte princesa hasta arriba de las rodillas y camina en dirección a la puerta de la basílica.
María ni la mira. Se tira al piso y hace retranca.
«¿Tiene todo que tratar siempre de tu persona? ¿No podés proyectarte fuera de vos mismo? ¿No podés ponerte en la piel de otro para tu propio beneficio?»
Dice en una novela el ser humano vivo más lúcido que conozco, el escritor Richard Ford.
*
Espero no sonar sacerdotal, pero creo que existe un exceso de ego a partir del uso de redes sociales y que eso nos daña, nos vacía de sentido. Creo que prestar atención genuina a otros —sobre todo desconocidos— nos acerca a una vida mejor. Creo que ahí hay ALGO.
Pero como decir eso y en ese tono me da vergüenza, mejor levanto a María del piso y le prometo que en cuanto lleguemos a casa vamos a ir a comprar una cajita feliz.
Me pregunto qué haces escribiendo en Bahía… sos lo mejor q he leído.
La exageración. Gracias.
ceder al imperialismo…
Igual el imperialismo nos sonó: a la cajita feliz le faltaron cosas.
«con toda su oscuridad, una parte de mí siempre está ahí» Alcoyana – Alcoyana 🙂
No entiendo lo de alcoyana. 🙂
Somos Directores de nuestra propia película y como además somos el actor principal, nunca se nos ocurre alejarnos y ver la película «desde lejos» para ser un verdadero director. Eso describiste, sencillamente sublime!
Creo que vos lo describiste mejor y en dos líneas. Lo único que agregaría es que hacer intentos de director general de vez en cuanto nos puede hacer bien.