En el supermercado


Llego al supermercado cuando falta media hora para que cierre. Ya están dejando todo listo para mañana. Una señora fuerte y tatuada tira alcohol diluido con un difusor a la fila de changos.

—¿Le ponés al mío por favor? —digo.

—Sí, mi amor.

Echa alcohol a la manija y pasa un trapo.

—Muchas gracias.

—De nada.

Entro al supermercado. Sólo hay tres o cuatro cajeros, tres o cuatro vigilantes, tres o cuatro clientes. Falta la música de Bossa n’ Stones, el llamado al sector Bazar que se lo solicita en caja cuatro. El parlante sólo sonará una vez mientras yo esté acá y será para decir algo así como que “debido a la pandemia de coronavirus las puertas cerrarán a las 17, por lo que se ruega a los clientes realizar su compra con celeridad y respeto por el personal”.

Busco carne picada especial en la góndola y como no hay me arrimo al carnicero.

—Disculpame… —digo.

—Atrás de la raya por favor.

Hago caso y me pongo atrás de una raya gruesa verde pintada en el suelo.

—No hay picada —dice—, es lo que ves.

Sigo a la verdulería. El empleado que pesa está encerrado en un cubículo de nylon. No es un encierro agarrado con chinches como el que vi en un supermercado chino; es un aislamiento prolijo, corporativo, neoliberal.

Me tengo que apurar. El personal de acá adentro en este momento está más expuesto al virus que los propios médicos y no recibe tantos aplausos por eso.

Manoteo bananas (en el apuro agarro dos podridas), papas, tomate y una planta de kale, porque Narda Lepes dijo que queda rica salteada. También meto rápido en una bolsa hongos a granel para mis papás. Esta compra es la única de la semana y también es para ellos; les va a gustar comer algo rico.

Paso por el sector de pastas frescas y me acerco a la vendedora, pero cuando le voy a hablar una chica de vigilancia me frena.

—No —dice—, si querés pastas vas a tener que agarrar de la góndola. No hay más atención personalizada.

Entonces me doy cuenta: esta chica de acá me está haciendo marca personal para que me vaya. El supermercado ya cerró.

Si iba rápido, ahora casi corro.

Paso por los lácteos, la miro y digo:

—Ya estoy, ¿eh?

No me responde, pero me mira como diciendo «¿Sabés qué? Mejor callate».

Hago un pique al queso, otro al atún, otro a la lavandina, otro al Off y de ahí a la caja.

El cajero también está encerrado en un cubículo de nylon. Lo reconozco. Es el mismo cajero que me cobró la semana pasada. Ese día no había tanto apuro y pudimos charlar: me contó que estaba preocupado por su mamá y por que alguien del supermercado se enfermara, porque si eso pasaba iban a tener que cerrar. También me dijo que ahí adentro estaba todo muy tenso.

Pero ahora él no me recuerda y me hace firmar el pago de la tarjeta a toda velocidad.

—Muchas gracias —digo—, hasta luego.

—Chau.

Salgo y afuera no hay casi nadie. Uno o dos de vigilancia, un tipo con barbijo subiendo bolsas a un auto y poco más. La señora que desinfectaba los changos no está.

Por suerte ya debe estar yendo a su casa.

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