Cuando una historia es tan extraña se cuenta sola. Hace tres días mi hermano Pablo Rodríguez volvía de vacaciones con su familia de Bariloche y al pasar por la Ruta 22 a la altura de Chichinales, Provincia de Río Negro, se encontró con una fila de autos parada en la ruta. Unos 100 metros más adelante había un accidente.
Como era reciente y él es médico fue a ofrecer ayuda.

Al llegar vio a un Toyota Corolla azul oscuro en la banquina que había chocado contra un camión atravesado en la ruta. El conductor del auto estaba muerto. La mujer que iba de acompañante había bajado y estaba con dos de tres chicos: un nene que se veía muy bien y una nena en estado preocupante. En el asiento trasero había otra nena inconsciente y grave.
Pablo esperó a que los bomberos la sacaran del auto y se acercó a la ambulancia para colaborar con una médica y una enfermera de Chichinales que recién habían llegado.
Trasladaron a la nena a toda velocidad al hospital más cercano, Pablo fue en la ambulancia. Al llegar a un centro de salud de Villa Regina alguien del lugar lo llevó de vuelta a la fila de autos en la ruta, que para ese momento ya era de kilómetros y de ambos lados. Al día siguiente se enteraría que la nena había fallecido.
Pablo había notado algo desde el principio, pero recién pudo confirmarlo más tarde cuando vio la noticia en un diario. La patente del Toyota era DFH-022. Era el auto que había sido de su familia. El Toyota azul con el que varias veces había hecho él mismo ese viaje al sur, el que hasta hace no tanto había sido de sus padres, mis padres, por casi 20 años.
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Recuerdo cuando lo trajeron a casa. Un Toyota Corolla Modelo 2000 Manual Diesel cero kilómetro. Brad Pitt hacía la publicidad.
Yo manejaba desde chica y enseguida me dejaron probarlo. Tengo el recuerdo táctil del volante y sobre todo de la caja de cambios. Suave, de cuero. Era satisfactorio el modo en que entraban los cambios; tenía algo de encastre, de Tetris.

Hicimos varios viajes al sur en ese auto, casi siempre a Bariloche. Mis hermanos y yo estudiábamos y trabajábamos en otras ciudades y cada tanto nos juntábamos y hacíamos un viaje en familia desde Bahía Blanca. Muchas veces manejaba mi otro hermano, Juani, que siempre fue muy bueno en la ruta. Una vez manejé yo. En un momento me entusiasmé y aceleré a 140. Recuerdo la voz de mando de mi papá en el asiento del acompañante, seca y aterradora, de esa que ya no le sale, porque por efecto del Parkinson ahora habla bajo.
—Levantá la pata —me dijo.
Por 2010 mi mamá lo empezó a usar para ir a trabajar. Era gracioso verla manejarlo. El asiento del conductor era tan bajo y ella tan petisa que de afuera desaparecía a la vista. Parecía un auto fantasma.
Uno de los mayores hitos del Toyota fue en otro viaje al sur, pero no con mis hermanos, sino con mi marido Esteban, con quien entonces sólo salíamos. Manejó él. Mi papá venía atrás con mi mamá, engripado y con dolor de oído. En un momento levantó fiebre e hizo un pico y empezó a temblar y a perder la conciencia.
Esteban manejó lo más rápido que pudo hacia el hospital más cercano, que era el de Choele Choel, cerca del lugar del accidente del otro día. Nunca voy a olvidar el silencio entre nosotros mientras el Toyota iba a todo lo que daba. Cuando por fin llegamos me bajé corriendo y empecé a golpear desesperada la puerta de la guardia, hasta que atendieron a mi papá y le bajaron la fiebre. Tenía una infección en el oído y a partir de ahí quedó sordo. Pero en ese momento no lo sabíamos y una vez estabilizado seguimos viaje hacia Bariloche. Una rato antes de llegar, donde se empieza a ver el volcán Lanín y la cordillera, pusimos un disco de Pink Floyd.
Pasaron los años y el Toyota siguió en la familia, hasta que en 2019 mis padres decidieron venderlo. Lo cambiaron por un auto más chico y lo entregaron como parte de pago en una concesionaria. Nunca supieron quiénes lo compraron.

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Es domingo 13 de febrero de 2022 a la tarde. La tragedia en la ruta fue ayer. Estamos en el patio de la casa familiar de toda la vida. Mis hijas y sobrinos nadan y juegan en la pileta. Los adultos hablamos del accidente. Pablo cuenta cómo fue el operativo de socorro. La pericia de los bomberos, el pésimo estado de las rutas. Hago preguntas a sabiendas de que voy a escribir las respuestas. Me sugirió un amigo periodista que lo hiciera, es una historia demasiado extraña.
Me sorprende la asepsia en la actitud de Pablo. Yo no podría estar así con lo que él vio ayer. Mi cuñada Elvira y sobrino Benjamín también estuvieron ahí. En un momento salieron de la fila de autos y se sumaron al grupo que trataba de tranquilizar a la mujer que había estado en el asiento de acompañante.

Decir «qué terrible» suena a comentario sobre el clima. Fue una tragedia con niños, de esas que no se toleran en el pensamiento. Por los diarios sé qué son familias de General Daniel Cerri, pueblo que conozco porque está muy ligado a mi trabajo y del que puedo proyectar una imagen.
Espero que esta historia del auto no sea el relato de una tragedia ajena, una muestra de la suerte con la que se cuenta por el sólo hecho de estar un poco más lejos en el instante en que un camión se descontrola en la ruta. Sería repugnante. Propio de un discurso de autoayuda de almohadón —ríe, sé feliz— en línea con lo de valorar lo que tenés porque mañana no sabés. Ese modo de reafirmar la fortuna propia tipo snack, tipo papas fritas motivacionales, no.
Sí creo que ante algo tan trágico y extraño más que reflexionar o impostar una solemnidad lo que sale es dejar que la historia se cuente a sí misma, sola.
Uauuuu, qué fuerte!!!!