Hace semanas que quiero contar esto y no me atrevo. Pertenece al género más hipócrita, el de «mirá cómo hablo de pobreza», pero igual. Trato.
Es medianoche y con Esteban y nuestras dos hijas aterrizamos en Aeroparque Jorge Newbery desde Brasil, donde pasamos una semana de vacaciones. Nos informan que el vuelo a casa en Bahía Blanca fue reprogramado, por lo que debemos pasar la noche acá.
Unas 12 horas. Pero no adentro, en el área de pre-embarque, tirados con una gorra Reef tapándonos las caras bronceadas, sino todo lo contrario, es decir, afuera, antes de las oficinas de check-in.
Esto es: en el aeropuerto ajeno. Donde últimamente pasa la noche gente que no tiene casa, indigentes, vagabundos, personas sin techo, fuera del sistema, en situación de calle o como sea que hay que llamarlos según la policía progresista dominante.
*

Ok. Al suelo. Que es de granito y vibra. Son las 02:00 y tiene sentido, una máquina perforadora trabaja el piso de una cafetería de la planta baja y se siente arriba.
Hacía ahí vamos. Por el ascensor, porque andamos con las valijas. Al bajar en el primer piso vemos a una pareja durmiendo con frazada y almohada en cucharita. Un pie se mueve y otro también y ahí temo que la cosa se ponga hot frente a mis hijas.
Pero no, duermen. Tienen un bolso con rueditas, parecen viajeros en tránsito igual que nosotros. Hasta los envidio un poco.
—Bajan del avión y no importa el cansancio, los mimos —pienso.
Un poco más allá en el pasillo comercial, donde hay un Starbucks y un pasillo vidriado con locales de Yenny, Farmacity y uno de buzos cuya marca desconozco —pero que detesto porque tiene un televisor encendido al vacío en la madrugada— otras personas (¿ocho, diez?) duermen contra el vidrio, algunas también apoyando la cabeza en una valija con rueditas.
Me sorprenden las mantas con las que se tapan. Son gruesas, grandes; no de viaje. Lo mismo las almohadas, son almohadas de casa, no de avión. Me avivo.
Simulan ser pasajeros.
*
Afuera de Aeroparque el calor es apto infierno. Es 15 de marzo y muchos barrios de Capital Federal están sin luz desde hace días. Pero acá el aire acondicionado está tan fuerte que hace falta abrigo. Delicias del sistema energético argentino.
Elegimos un espacio vacío contra el vidrio.
Preparo nuestra habitación con camperas en el suelo justo entre Farmacity y el local de buzos con televisor encendido al que responsabilizo del cambio climático y deseo impuestos impagables.
Tenemos vecino. Un hombre de unos 40 de medias negras y manta grande que duerme de la manera que desde hace tanto y sobre todo desde la pandemia a mí tanto me cuesta: profundo.
Las chicas se despatarran y caen rendidas. Esteban no tanto.
Hago mi intento. Uso de almohada una tortuga marina de peluche que compramos en Brasil y me tapo con un rompeviento.
Pasa un hombre mirándonos a nosotros y a las valijas sin disimulo y pienso que mejor le doy los dólares que tengo en la billetera y ya está. El cansancio me quita noción de riesgo, culpa de clase, conciencia de clase, mirada ajena, reflexioncita sobre desigualdades y hasta pulsión de cuidado filial. Quiero dormir.
No pasa nada. Sigue de largo.
Alguien de limpieza camina por al lado con un dispositivo a motor que se suma al ruido de la máquina perforadora y un lampazo barriendo el piso. Puedo ver en su misma altura a los pelos del escobillón.
Me tapo la cara con una gorra. Por la luz, pero también por vergüenza, por consejo del rumiante careta. ¿Y si pasa un conocido? Me pongo en una posición de publicidad de Diclofenac y entonces sí, ocurre. Duermo. Duermo como mi vecino de manta grande. Sueño.
Al despertar a las 06:00 el vecino se fue y la perforadora cesó. Llega olor a café de Starbucks. Gente yendo y viniendo de aviones indica que ya podemos entrar al área de pre-embarque. Al lugar donde aunque no haya asientos disponibles sí se puede dormir en el piso de manera correcta, o sea, instagrameable.
*
Esto pasó hace más de dos meses y lo pienso y quiero escribir, pero no me siento capaz. Me apena sobre todo eso que vi y tampoco puedo certificar y es que los que dormían simulaban viajar con una valija con rueditas, posiblemente para que no los echaran.
No eran pobres de escalinata de Iglesia cristiana, de cajero automático. No olían mal ni vestían ropa sucia o rota. Eran en apariencia viajeros; viajeros de avión, además. Ahora parece que son muchos más.
¿Serán los que se cayeron? ¿Esa clase media trabajadora que se cayó y que como no sabe —o no quiere saber— pedir ayuda al Estado se tapa con una frazada que tenía en una casa? ¿Y nosotros, la otra mitad, los que llenamos restaurantes y viajamos a Brasil, quiénes somos?
Hay que hacerse cargo del estereotipo que se representa: en casos así somos la clase media dándose cuenta de que hay pobres.
Por último, la verdad. Que suena aún peor que el párrafo anterior, porque es new age. Escribo esto porque lo que más recuerdo es que dormí. Que sentí algo así como comodidad y a pesar de mis problemas de insomnio también una suerte de (alerta de falta de lenguaje) confianza, de energía de conjunto, de fluir de hechos sobre los que no hay control.
Las fotos que ilustran son de un medio extranjero (Al Jazeera) y de un estadounidense que vive en Argentina y hace pocos días pasó por Aeroparque. No sé si nosotros miramos así de tanto.
Hasta acá mi anécdota sobre el buen dormir en el piso. Es muy difícil contar, contarnos, y evitar la hipocresía o peor, el cinismo y la insensibilidad. Intento usar expresiones como “hartazgo”, “falta de referentes”, “pobreza”, “y sin embargo”. Pero mejor no. Chau.